Cuando tenía 16 o 17 años me preguntaba si
podría escribirse un relato sin personajes humanos ni animales humanizados. Le
pregunté a quien por azar estaba al lado y seguramente su respuesta fue un encoger
de hombros porque recuerdo que pensé en voz alta, cerrando el tema: sería
poesía.
A los 19, cuando ya había entrado a estudiar literatura,
escapando del canon hispanoamericano en el que se centraban mis cursos un día
di con un artículo periodístico, o tal vez una reseña, que se titulaba La hora de Clarice. Por ese entonces
quería leer exactamente lo que no se me exigía en la universidad, quería, de
algún modo, seguir leyendo de manera fortuita, sin bibliografía obligatoria ni
recomendaciones, renovar una y otra vez el primer encuentro que, dicho sea de
paso, se había producido con La última
niebla de María Luisa Bombal.
Pero vuelvo a la reseña. En La hora de Clarice se hacía referencia a
La hora de la estrella, la novela
protagonizada por Macabea, una mujer sin
atributos y Rodrigo S. M., narrador y quien figura a la protagonista,
además de acaparar casi la mitad de la novela con sus propias divagaciones de
creador. Esa reseña fue mi puerta de entrada a Lispector y aunque la he buscado
para descubrir qué había allí que regeneraba de golpe mi avidez y mi vértigo,
no he dado con ella. Más adelante supe que varios cursos, seminarios y
homenajes en Brasil llevaban el mismo título y ya fue imposible encontrar la
punta de la hebra.
Si bien Lispector comparte
características tanto con Macabea como con Rodrigo, no llegamos a reconocerla
en ninguno. Tampoco hallamos rasgos estrictamente autobiográficos en Un soplo de vida, La pasión según G.H., o Agua
Viva, por nombrar algunos títulos. Más
aún, sus personajes –tal como lo señaló más de algún crítico contemporáneo a la
publicación de sus libros— no poseen una personalidad bien esbozada, son
simples sombras sin biografía, “carecen de realismo”. ¿Carecen de realismo? Las
mismas características que en un comienzo respaldaron juicios negativos sobre
su obra, han sido, como ocurre no pocas veces, rescatadas como valores distintivos
de la misma y es así que la crítica ha releído aquellos esbozos de personajes
como una manera de alcanzar lo esencial. Una mujer que bien podría ser cualquier
mujer. Nordestina o dueña de casa, una muchacha con nombre o apenas
identificada con una inicial. El mismo procedimiento, esta búsqueda de lo
medular, podríamos decir que sucede con el lenguaje, depurado no a punta
de un vocabulario riquísimo y extenso, o mediante la composición rigurosa de
oraciones subordinadas. La depuración de su escritura es resta, una búsqueda de
lo esencial que recorta y recorta hasta quedarse con el núcleo de un
pensamiento, de una sensación. No es sencilla esta aparente simplicidad,
declara Lispector en Agua viva.
Después de varios
años y habiéndome vuelto una lectora insistente de Clarice Lispector, pienso en
mi pregunta por lo que cabía ser relatado, añadiendo a esa inquietud una deriva
que remece todo: cómo es que confiamos al lenguaje humano –nuestra soberbia
convención- el relato de lo que pretendemos sobrepase lo humano. Me encontré en
sus libros con caballos y búfalos, con el inventario de flores a las que
también yo había dado atributos de sutil intimidad. Con gallinas, muchísimas
gallinas, con el huevo de la gallina, y con la gallina guisada, lista para ser engullida
en un afán de comunión y pertenencia.
Si bien el problema
del lenguaje no encuentra solución en la escritura de Lispector, sí encontramos
una propuesta por desjerarquizar las vidas. Cuerpos humanos, animales y
vegetales conviven en un intento por alcanzar un núcleo en común que, como ha
escrito la traductora Florencia Garramuño, sobrepase lo individual o
autobiográfico. Y sin embargo su escritura es intimista. Me pregunto entonces
qué significa lo íntimo en su escritura, y pienso que no tiene que ver con lo
que separa a un ser humano de otro, ni mucho menos con el ámbito de lo privado,
sino con aquello que siendo parte de la unicidad de un ser hace contacto con
los otros.
Presiento que Lispector en su pregunta por el
mundo se anticipa a una consciencia más expandida hoy por hoy, la idea de que
es preciso convivir, colmarse de arrojo y echar a andar por la intemperie. Un
encuentro con lo desconocido semejante a nuestra búsqueda de lenguaje, que de
intento en intento más revela cuando difiere y no consigue que cuando consigue.
Tal vez sea la diferencia nuestra única arma de reconocimiento, pues,
como escribe Clarice “del buscar y no del hallar nace lo que yo no conocía, y
que instantáneamente reconozco”.