Algunas ideas sobre «Cantera de áridos» de Álvaro García

Por Jonnathan Opazo

Para los que
vivimos en el Maule, las empresas de áridos se han transformado en pequeñas
depredadoras del paisaje. Horadan las orillas de los ríos hasta deformarlas y
aceleran los procesos de erosión natural. Que el resultado de su trabajo sea el
material con que nuestras ciudades crecen al pulso de las inmobiliarias solo
viene a constatar que son otro eslabón en la cadena del daño neoliberal.

A propósito de
esto hago mía una idea que leí en el prólogo de
Valparaíso y sus metáforas de Jorge Polanco: las escrituras
poéticas de la posdictadura encarnarían una suerte de heterotopía respecto a
los discursos triunfalistas en los que se sostiene el modelo.
Cantera de áridos no es una excepción.
Los quince poemas que componen esta publicación parecen trazar una forma de
experiencia donde una cierta cotidianeidad —un viaje en micro, el encuentro con
un ulmo, la conciencia del cuerpo donde «se endeudan los huesos en las alturas
del hombro»— es el resorte de la escritura.

A excepción de
uno —«Petición a un muro de trenzas mordidas»—, los poemas que García disemina
en este conjunto no están titulados. Intuimos entonces que funcionan como las
piedras de esta cantera de pequeñas epifanías. En general, nos encontramos con
versos breves que ilustran momentos donde lo no dicho parece vibrar a su
particular manera. Leeré un fragmento para ejemplificar:

Vienes de tan lejos
a morir sin esquivar mis manos.
 


Vienes


a darme trabajo


Y levantarme de la silla


cortar tu aleteo, que te detengas


Golpeo tu trayectoria, la radio


dispara un comercial

El cadáver de los extranjeros en mi comedor.
 
Una mosca, un
sanjuán o un zancudo irrumpe, extranjero en el poema que acá se nos aparece
como un espacio doméstico cerrado. Un pequeño cosmos, primigenio, para recordar
una expresión de Bachelard sobre el hogar. Podríamos además forzar un poco más la
lectura, a riesgo de pecar de exégeta de lo imposible u observador de señales
donde no las hay. Quizás, García está jugueteando con cierto registro de habla
que ha ganado fuerza en la discusión pública —el discurso antimigrantes con el
que hacen nata nuestros fascistas locales. El poema se lo permite. Si nos
detenemos en el primer y último verso parece más bien un apunte lateral sobre
la época: «Vienes de tan lejos / El cadáver de los extranjeros en mi comedor». Cadáveres
que irrumpen en el espacio doméstico y lo vuelven extraño. La mosca, el
sanjuán, el zancudo, la tijereta: aquello que el poema deja innominado y lo
vuelve todavía más inquietante.
 
Hay que recordar
la reflexión de Freud sobre el
unheimlich:
lo siniestro, geométricamente opuesto a lo hogareño-familiar. Incomoda su
presencia, pero también en calidad de muerto: el cadáver queda allí. El poema
no nos dice si es retirado. Solo enuncia la escena de un momento particular: el
corte del aleteo, la detención de eso otro que interrumpe.
 
Todo esto me
lleva además al recuerdo de una conversación con mi amigo Claudio Maldonado. Su
escena favorita de
El exorcista de
William Friedkin —espero mi memoria no me falle— es cuando, luego de luchar
contra el demonio que posee a la pequeña Regan, una breve tregua nos avisa que
tenemos un hiato para descansar del terror sobrenatural. En ese momento, en una
jugada que a mi amigo le parece magistral y a mí, ahora, también, Friedkin
realiza un primer plano a una mosca que reposa en el techo de la pieza. Para
los hebreos,
Baal Zebubes el Señor de
las Moscas. La asimilación occidental cristiana tiene a Belcebú —adaptación del
término hebreo— por demonio. Acierto cinematográfico de Friedkin: el diablo no
se ha ido del cuarto, solo ha asumido una de sus tantas formas.
 
Poema
—entonces—sobre límites y fronteras, sobre pequeños cosmos alterados por
presencias ajenas.
Cantera de áridos hace
de la extrañeza un modo de enunciar la experiencia y darle forma. Veamos otros
versos:
 
Me quedé adorando los cartones grandes

 

de refrigeradores y cocinas nuevas

 

Voy calle abajo
los relojes avanzan formados

 

hacia mis riñones
busco a cima
me sumo al contagio y al hambre.
Si el poema se
encuentra en un lugar anterior, prearracional, con respecto al matema —esto lo
estoy tomando prestado de Montalbetti—, García se sirve de esa suerte de
momento intuitivo del pensamiento para dar cuenta del mundo. Se queda mirando
los cartones en vez de los objetos que guardan, como el niño que deshecha el
juguete y se solaza en la geometría que lo envuelve para transformarlo en una
casa imaginaria. «Los relojes avanzan formados / hacia mis riñones», escribe y
pensamos en las heridas del tiempo en el cuerpo. No cualquier tiempo, por
supuesto, sino el tiempo planificado del trabajo asalariado, en la rutina de
las oficinas con sus sillas gamer de ciento cincuenta lucas —hay que invertir
para trabajar mejor— o en la faena del temporero que se expone a los pesticidas
de una plantación de arándanos.
Aunque los
poemas no lo digan, García parece describirnos un itinerario entre los
escombros de su tiempo e iluminar ciertas zonas erosionadas de la experiencia a
partir de la escritura. Las palabras son los áridos que acopia en esta cantera.

 

 

Santiago, 11 de
diciembre, 2021