[Carlos Leiton – PARQUE INUNDABLE]


En revista Contra el BIEN, número 1. Santiago de Chile: Traza Editora, abril de 2020


Recuerdo mis manos y su proximidad. Mis manos y en proximidad con el cuerpo de madera supuesto a entretenerme. Texturas. Vetas. Sin saber texturas, vetas. Sin las letras que unen ni sus colores, sin proximidad siquiera, por un momento el espacio todo, el mismo eso, yo. Recuerdo manos de las vetas sin ser vetas ni astillas en mis manos no más que otro no más, y siento, están los peldaños del más acá, tropiezo un instante pero es solo rencor cardiaco, nada de caídas ni zancadilla real. Recuerdo que en algo el aire se me parecía pues no mediaban espacios y lo que era niñez y vejez era a un mismo tiempo, la madera y la piel se tocaban a un mismo tiempo sin mediar edades, o estas todas revueltas, en una juguera, y en esa edad (que no lo era) para mí no había el concepto de juguera, sino la multiplicación de muchos peldaños que a un tiempo hacían la zancadilla multiplicada por cien, y en sucesión suspendían un aliento dentro del aliento, momento en que yo era el juguete de la madera, la madera del barquito que rápido caería de mis manos para desprenderse en la acequia.

Otros no espacios.

La voz de mi hermano.

¿Te pegaron? ¿Te molestan?

Entre verdad y confusión no hay espacio, y digo sí, quién quién, ¿Rodrigo? ¿Romualdo? Sí, ese, Romualdo, y va y sacude a un niño más grande, adulto para mis ojos pero niño para los adultos, lo amenaza, siento el odio condensado con amor en el aire, odio de mi hermano al otro niño, amor de mi hermano hacia mí, y se cae en una estaca el nombre: David. Entre nada, entre escrito de árbol, o rayado en un diccionario cualquiera, en horas de clase, en las solapas o en las páginas que sobran.

David: una línea continúa: Padre, Hermano. Yo no. Yo otra cosa, algo entre aire y juguete, madera o corsario, o algo de ciudad desconocida, de Budapest, aire viejo para buena moda. ¿Qué soy? Lo otro de familia. Cosecha anexa. Dentro del aire que los Davids ocupan, yo soy la otra cosa, la que no suena aún, aún no me la sé.

En los desplazamientos entre una banca y otra, yo sin caminar, niño que aún no aprende, balbucea con las plantas de los pies, advierte muescas escritas en las tablas de las bancas, quién soy, resuena también en las bancas y con otra sabiduría les sugiero, no reniego de mí, casi inválido de torpeza cercana al recién nacimiento. Pero habla el peso, el aire hace estornudar.
La tarde.

Juegan de lluvia. Juegan de barro: represas. Contienen el agua en la plaza cuando los transeúntes van. Nada de quejas. El agua va, restriega barro que pesa como el no espacio entre piel y madera, pensamiento y banca. Veo. Nunca soy porque soy muy chico. Saco punta a las uñas. Soy yo sin armazón pero con dolor. Estoy solo: recuerda. Esa es la cordillera, me dicen, y yo toco la inscripción en la banca, toda inundada de represas, en terremoto incipiente, incesante fisura.

No creces.
No crees.
No mientas.

La razón de que me duelen los músculos y el hueso central es la falta de espacio entre músculos y aire, hueso y agua. El agua contenida me da sed. No crezco por la falta de espacio entre veta, madera, carne. No río.

Me llevan de merienda.

Todos jugando en el espacio, en círculos yo solo cuando todo. Espacio paréntesis de veta. Me pica la madera. Rasco en la banca y sus inscriptos: Juanjo, Coto, José Miguel. Me llevan de merienda a ellos, no tengo piernas para andar y el todo encima, sin aire de espacio, sin aire de carne. Todos en cúmulo alrededor móvil y el espacio-pista de patinaje como una gran juguera donde flotan peces y alguien acciona el botón. Miro afuera y adentro. Acciono. De corrido con los timbres, arrancar de la maldad, el grito, la vieja con malla, llueven ciruelas y se evaporan represas.

Aquí solo en la juguera y sin piernas, cuando alrededor el patinaje en cúmulo y el redondo todo, sin perder movimiento, mientras mi hermano atrás en los ladrillos, la esquina de las láminas donde apuesta y amenaza a los más chicos. Me deja aquí sin pies, con los brazos sin uso y la boca por los ojos, zapatos al revés y por la boca, (sí, ya habla algo, le cuenta a alguien indicando hacia mí más allá, pregúntale alguna cosa) sin pies para devolverme a la casa, algún día lo voy a hacer.

Nadie me ha pegado. Cuando mi hermano me pregunte le voy a decir Sí. Quién fue. Sí, contesto. ¿Fue el Ernesto? Sí. ¿O fue el David? Sí, el David, sí, sí.

En el barro los grumos del sí, lo único que sé, sí sí sí sé, lo único, del barro cuando aquieta y los grandes que juegan, grandes para mí pero chicos para los adultos, y cuando yo grande me inviten a hacer paredes y hoyos para que los que se ven más más grandes pasen apenas, y el agua vaya hacia arriba, en un tubo, la presión de la juguera empuje el tubo de barro (porque todo crece amontonado) y llegue a la pecera que tenemos en mi casa, en el living, la juguera circular que cualquiera acciona sintiendo en el botón los nombres de cordillera, Coto, Juanjo, en sus formas d

Carlos Leiton (Santiago, 1982)
Estudió Fotografía en el instituto Alpes y es licenciado en Educación en la Universidad de Playa Ancha. Integrante del colectivo literario Traza. Autor de los libros Habitación y concierto (2011), Eczema del árbol (2016) y la plaquette Pez Calcuta (2018). Ha sido antologado en Voces -30, nueva narrativa chilena (2011). En 2013 obtiene el premio de la revista Grifo (poesía), y en 2016 el premio del Concurso Oscar Castro (poesía). En 2017 obtiene una beca de creación del CNCA en la línea de novela. En 2019 realizó el taller literario Relato y Ruptura, en el Centro Cultural Manuel Rojas.


En revista Contra el BIEN, número 1. Santiago de Chile: Traza Editora, abril de 2020