
El poema se llama «Aromos» y aparece en Canciones rusas. En esos once versos, Nicanor Parra escenifica el momento amargo en que un hombre tiene noticia, por boca de un amigo, que un viejo amor ha contraído nupcias. Todo esto ocurre en una calle con aromos en flor, que inmediatamente quedan asociados a la «noticia bastante desoladora» (y esa desolación contradice dialécticamente el supuesto desinterés del hollow man parriano) del destino de ese antiguo affaire sentimental.
Cualquiera que haya crecido en pueblos o ciudades arboladas sabrá, por traspaso generacional u ósmosis, que el florecimiento de los aromos marca la transición hacia la primavera. La acción del poema, visto así, tiene lugar entre julio y agosto, momento en que el amarillo chillón de las flores de esta especie invasora adorna alamedas, parquecitos y orillas de río. Información sobre su llegada a Chile hay mucha en Internet: aunque existe un aromo chileno (que Juan Ignacio Molina recoge en su Ensayo sobre la historia natural de Chile), es mucho más habitual encontrarse con ejemplares Acacia dealbata y Acacia melanoxylon, cuyas diferencias son difíciles de identificar para un paseante advenedizo en el conocimiento de la botánica en sus versiones endémica e introducida; mucho menos lo será para un herido de amor.
La pregnancia colorida de su flor recuerda a otra especie introducida que informes varios consignan como altamente invasiva y de amplia proliferación: el Ulex europaeus, conocido como espinillo o chacay. Van Gogh, talentoso pintor y cliché favorito del malditismo occidental, habría amado dolorosamente el modo en que el espinillo ilumina laderas de cerros en Chaihuín y Chiloé. Anne Carson dejó por escrito la obsesión del pobre Vincent por el color de la hepatitis. Las espinas del chacay podrían coronar sin problema al próximo temerario que osase aparecer por el planeta Tierra con el autoproclamado título de Hijo de Dios.
«Los aromos son la Luli de los árboles» me comenta mi amiga Nina, lo que equivale a decir que es la Barbie de la botánica nacional: muy vistosos, como neones parpadeando en alguna vitrina del centro; oloroso, por si fuera poco, y perfectos para poner en algún florero del living. Un árbol rucio, diría mi abuela, como gringo o criptonazi con apellido de Campo de Concentración. Más inofensivo que el chacay, que pincha fuerte como la mora que fue usada también para delimitar cuadrículas, pero igual de tóxico y ácido para las especies que tienen la mala fortuna de acompañarlo. Bellos y tóxicos. Motivo ideal para un poema despechado como el de Parra.

Jonnathan Opazo Hernández (1990). Ha publicado poesía, crónica y ensayo. Forma parte del colectivo Poesía & capitalismo.
Mantiene un blog: https://lacitadeunacita.wordpress.com/
