¿Qué historias cuentan nuestras manos? Natalia Figueroa

Mi mamá me tomó las manos y me dejó las palmas mirando hacia el cielo. “Manos nuevecitas”, me susurró, pasándome las yemas de los dedos suavemente por encima, en una caricia que apenas rozó mi piel. En las manos sabía a qué le dedicaban las personas sus horas. En ellas, me dijo, hay mucha verdad. Desde ese momento, nunca dejé de mirarlas.
Una vez me llevó al lugar donde trabajaba. Tomamos una micro rural desde el pueblo y anduvimos por un camino pedregoso. La casa me pareció de dimensiones enormes, con mucho campo alrededor. No sabía donde terminaba el patio, o si el patio era todo lo que había. “Ven, Amelia”, me llamó, y me estrechó la mano para llevarme al baño. Me pidió que me quedara sentada en un pisito de madera, tan pequeño como mi cuerpo. Que no me moviera, me repitió.
Ella sacó la ropa que tenía apartada en un tacho, se agachó a un costado de la tina, tomó una escobilla y comenzó a frotarla con fuerza. El agua corría y corría, grisácea, y yo miraba cómo su espalda se encorvaba. Se levantó, echó la ropa en una canasta y la tomó con un brazo mientras me dio la mano para llevarme al patio. Yo, sin mirarla, sentí que la tenía arrugada, áspera, con pliegues que terminaban en la punta de sus dedos. “Acércame la ropa”, me dijo, y se la fui pasando una a una, en silencio. Ella la daba vuelta y sujetaba las prendas con dos perros de ropa en las extremidades para que soltaran el agua en los cordeles, lo mismo que hacíamos en los de nuestra casa hasta que se formaba una poza de agua debajo que terminaba lamiendo el perro.
De vuelta a nuestra casa, en la misma micro que habíamos tomado antes, jugábamos con nuestras manos. Algo simple, simple y barato: a enredarnos los dedos con lanas, a improvisar cruces, a traspasarnos de una mano a otra el juego. ¿Cuántos dobleces éramos capaces de hacer, cuánto rato sostenía la lana cada una? Mi apuro por rozar sus manos, la sonrisa de ella. Si era, acaso, un engranaje para extendernos, un cuerpo que se acopla a otro. Una manera de aproximarnos. Luego venían las quemaditas de manos, el movimiento de las palmas que se golpeaban con la otra. Un órgano expuesto a la lluvia, al barro, donde quedaban las marcas de las rasmilladuras si me caía al correr: la tierra y el contacto con la piel. La sangre, la herida, la costra recién saliendo. La sensación de sentir el mundo.
Una tarde de otoño, estaba en la reja de madera, justo al lado del jardín, cuando vi pasar a mi madre como un vendaval indómito. Y no fue otra parte de su cuerpo, sino sus manos, ensartadas en el brazo del Lucas, mi hermano mayor, donde se quedó el ojo de mi memoria. Sin mirarme, entró hasta la cocina, encendió el quemador y, reteniéndole el brazo entre forcejeos, le acercó la mano al calor. “Que nunca más, ¿me escuchaste? ¡Nunca más!”, le gritó. Yo, que había entrado corriendo y me quedé de golpe en la puerta de la cocina, lo vi con horror. Sus gritos parecían graznidos que se escapaban por las ventanas. Después de unos segundos se la soltó y el Lucas salió corriendo con sus piernas de garza. Cuando mi hermano volvió a la pieza, donde ambos dormíamos, se pasó la mano por los ojos, secándose las lágrimas, y me mostró la palma hacia el cielo, como mi madre lo hacía con nosotros: roja, ardiente, castigada, avergonzada. Qué hiciste, Lucas, todavía tengo la duda, solo sé que el miedo estaba, ahí, latente. A mi madre la descubría en cada acto, y en ellos, de lo que era capaz de hacer en mí aunque fuese por medio de otros, o de Lucas, que también era en parte yo. A ella la vi ordenando la cocina y, después, sentí un portazo desde su pieza. Yo, que tanto me divertí con esas manos, que las reclamaba, que esperaba el momento del día en que estuvieran para mí, como el lugar al que pertenecía, nunca dudé de lo que eran capaces.
Pasaron los años pero sigo pensando en ellas ahora, que descansan sobre las mías, o cuando las tomo con las palmas mirando hacia el cielo, un cielo de noche. Luego se las resguardo con unos guantes de lana, como ella lo hacía conmigo en invierno. Le saco los guantes y las siento arrugadas, completas, como aquella vez, después de lavar la ropa en la casa que no era la nuestra. Sin la fuerza que tenían antes, sin poder trabajar, ni jugar, ni castigar. Le susurro que las manos cuentan historias. Las suyas, las mías, las de todos los días. Ella me lo dijo primero. Yo aprendí a escribirlas.


*Imágenes de Natalia Figueroa @figue_natalia

Natalia Figueroa (Santiago, 1992) es periodista y docente. Participó en los libros “Agitadoras: siete perfiles de un Chile feminista” y “Chile Crónico: Las mejores historias periodísticas de un año para no olvidar” (Berrinche Ediciones). Es finalista del Premio Nuevas Plumas 2024 y 2025. Escribe reseñas de libros en Revista La Lengua.

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