«Un pequeño mundo de cosas». Presentación de Apuntes para una enciclopedia mágica de María José Ferrada por Nina Avellaneda

Dos escenas:

Primera

Tengo 6 o 7 años y me paseo con un espejo rectangular entre las manos por el patio de mi infancia. Lo llevo al final de mis brazos de modo que el vidrio refleje el cielo azul y las nubes. Es grande, y el rectángulo de cielo que alcanzo a ver me permiten decir: ¡Mamá! ¡Papá! ¡Estoy caminando por el cielo! Avanzo por el patio y les grito: ¡Está blandito, esponjoso, vengan a probar! La ilusión óptica es bastante rudimentaria, pero con un poco de imaginación, la tierra se siente como aire y floto mientras camino.

Segunda

Un poco más grande, 11 o 12, sigo acostando a mi muñeca Linda (Linda es su nombre) en una pequeña cama al lado de la mía. La tapo para que “no le de frío”. Sé perfectamente que es una muñeca y que no pasará frío porque para eso habría que tener piel, y ella es de trapo. Pero me ha acompañado tanto tiempo que dejar de taparla ahora sería un desaire, más que un desaire, una maldad. Taparla es mi manera de decir: existes, te considero. Cuando al fin dejo de hacerlo siento pena, algo se ha ido. A esa edad pensé que dejaba atrás a la muñeca. Ahora pienso que tal vez también algo mío se perdía, y que con la Linda apilada junto al resto de los peluches, quedaba apilada una parte de mi imaginación, de mi suavidad para con el mundo de las cosas pequeñas.

Me disculpo por la autorreferencia, es que antes de leer Apuntes sobre una enciclopedia mágica, la infancia para mí eran los niños, y uno que otro recuerdo de cuando yo también lo era. Pero la infancia como un caparazón, como un velo, como un Aleph que un día se tiene entre las manos y de un momento a otro se extravía, eso no lo había pensado.

Cito el inicio del libro:

“De vez en cuando alguien se pregunta, o recuerda, qué es un niño. Y, si lo hace seriamente –como el asunto serio que es la vida para un niño que empieza a descubrirla— casi siempre llega a los objetos: el rol de las lámparas, cortinas y cucharas, como humildes compañeros –o ayudantes—en el camino hacia la comprensión”

Esta relación entre los niños y el mundo material lleva a María José a encontrarse con Walter Benjamin, quien exploró la infancia en libros como Infancia en Berlín hacia 1900. María José rescata de sus escritos/estampas una idea de la niñez que asume “el carácter irrecuperable, no biográfico y fortuito, sino social y forzoso de lo pretérito”. De esta oración, que contiene en sí la desesperación del exilio (pues Benjamin la escribe en el extranjero, pensando que tal vez no volverá a pisar la ciudad de su infancia) voy a quedarme con dos palabras: “irrecuperable” y “no biográfica”.

María José habla del proceso de “individuación” en el que el niño descubre de pronto, o de forma lenta y con cierta inconsciencia que él no son los demás. “Me di cuenta de que yo era yo”, dice su hermano cuando es pequeño y ella lo recoge en este libro. Creo que una situación similar puede presentarse incluso en la adultez cuando una persona de pronto toma consciencia de que existe. No me refiero al conocimiento teórico de saber que estás vivo, sino a ese estado de consciencia que surge más bien cuando el cuerpo está en primer plano y la mente atrás tan solo acompañando, como espectadora. Estas experiencias no son lineales, no ocurren en un momento predeterminado, no se pueden sistematizar ni describir de forma científica. La infancia “no es biográfica” porque lo fundamental a mi parecer no es que tal hecho le haya sucedido a una persona en particular, sino la manera en que esa u otra persona percibía el mundo. Chantal Maillard en una entrevista lo dice así:

“Es curioso que la infancia, haya sido como haya sido, produzca siempre cierta nostalgia, pero precisamente por eso, yo creo que no es exactamente lo que has vivido lo que echas de menos, sino la manera que tiene el niño de vivir lo que ha vivido. Creo que la nostalgia principalmente es de esa inocencia, de esa carencia de opinión, de juicio inicial en el que nos hallábamos y que permitía que cualquier cosa fuese nueva, que cualquier cosa fuese intensa, que tuviese una intensidad muchísimo mayor que cuando la reconoces. Cuando decimos que conocemos algo, en realidad no lo empezamos a conocer, lo reconocemos, conocer es reconocer. Entonces quizás esa nostalgia de la infancia sea de esa capacidad que tiene el niño para ver de primeras”

¿Qué decir entonces de algo que es irrecuperable? Benjamin tienen un método, del que María José  parece haber echado mano: relaciones no lineales y conexiones múltiples entre ideas, lecturas, citas y objetos. María José se aproxima a la infancia con un libro de naturaleza abierta y cautelosa, como se acercaría tal vez un animal a algo que llama su atención, bordeando para no hacerlo desaparecer, con palabras livianas, porque las palabras atrapan, dirá. A la vez que curan, no ellas en sí mismas, sino más bien el modo en que se utilizan.

Cito el fragmento 44: “La infancia (…) es esa isla imaginaria de la que los adultos no nos cansamos de hablar: un cuento clásico” Una cáscara de cebolla, “liviana y quebradiza”, común y corriente, que un día se desprende y queda suspendida en el tiempo, trenzándose o haciendo espejo de las experiencias que vendrán.

En la mitad del libro María José se refiere a un relato de Andréi Platónov en donde un niño: Semión, le cuenta historias a sus hermanos para que estos olviden el hambre. Al final del relato el mismo chico se va a vestir con las ropas de su madre para ocultar la muerte de esta a su hermana recién nacida. María José comenta de este fragmento: “Platónov sabía bien que la infancia es un conjunto de escenas que resumen el dolor humano. Y su reverso:”

A continuación, cita un fragmento de Platónov:

“Hay una época en la vida en que es imposible escapar de la felicidad. Es una felicidad que no proviene de la bondad, ni de las demás personas, sino del vigor de un corazón que se desarrolla, de lo hondo del cuerpo, que se nutre de su propio calor y de su propio sentido (…) Semión (el niño-madre) despertaba con frecuencia en un estado de inesperada dicha; luego volvía en sí (…)”

En este libro las referencias a la infancia son tantas y tan bellas (pese al dolor y la crudeza) que a veces me pierdo en la lectura, o, me disuelvo tal vez, como se disuelve uno cuando está enfrentado a cosas que sobrepasan la razón, o con el recuerdo de su infancia o en el intento de transmitir emociones demasiado intensas. Así, este libro escrito con “la dispersión a su favor”, no pretende un camino (la infancia no obedece a hechos lineales y biográficos, es irrecuperable) no hay capítulos que sistematicen información o contenidos. Y la numeración de los fragmentos parece más bien un conteo de estrellas que, sabemos, dejaremos de contar (no por falta de otra, que siempre hay otra) sino porque ya está, fue suficiente. ¡Gracias por eso!

Los apuntes toman la forma de su propio asunto y son trenza y espejo. Un Aleph entre las manos. Un sistema de conexiones que más se parece al de los sueños que al de la vigilia. Animar a los objetos no porque el niño sea un dios con el poder de conceder  la vida, sino porque probablemente la tapa de la bebida o la caja de leche, la piedrita y el pedazo de madera, contienen en sí mismos vestigios de vidas anteriores y sospecho que eso, un niño con su forma de estar en el mundo, tal vez lo intuye. “(…) los niños-te recuerdo: pasaron la tarde conversando con la maleza, las piedritas, la hierba—saben perfectamente descifrar”

*

El poeta Víctor Quezada escribió hace poco que le parecía que los libros tenían “puertas y ventanas que conducían a diferentes piezas; puertas y ventanas por las que vamos de libro en libro en la casa interminable de la escritura.” María José escribe por su parte: “Por la noche sueño con un libro que en realidad es una habitación. Mi trabajo consiste en hacer agujeros en las paredes. Un libro que no diga nada, por el que entre la niebla, la luz de la mañana y una que otra nube” Víctor está hablando desde la posición del lector que interconecta libros, María José desde la posición de quien los escribe y desea, de pronto, que el libro sea algo distinto, tal vez un medio para algo más importante: me refiero a la posibilidad de dicha que nos puede ofrecer un libro. “(…) George Lukács, historiador y filósofo marxista (…) soñó con llevar los cuentos de hadas a las escuelas y los parques. Su argumento: no se trataría de relatos metafísicos, sino de la posibilidad de concebir en el interior de cada uno la imagen de una dicha posible.”  Tal vez por eso los personajes de la mayoría de los cuentos infantiles sean animales, y es que ¡son bonitos! ¿Es poco eso? No puedo juzgarlo yo. Tampoco los adultos buscamos que el mundo de los libros sea una copia de la realidad, buscamos salidas, túneles, espejos que no reflejen nuestro rostro sino el cielo, amplio y liviano como la sábana de la infancia.

María José Ferrada (Temuco, 1977) es periodista y escritora. Sus libros han sido traducidos a más de veinte idiomas. Ha sido galardonada con numerosos reconocimientos literarios, entre ellos el Premio Mejores Obras del Ministerio de las Culturas y el Patrimonio (2014, 2017, 2018), Premio Municipal de Santiago (2014 y 2018), Premio del Círculo de Críticos de Arte de Chile (2017, 2022, 2023) y Premio Iberoamericano Cervantes Chico. Realiza talleres de escritura creativa para niños y adultos. Vive en Villarrica.

Nina Avellaneda (Limache, 1989) Es escritora y profesora de Lengua y Literatura.
Ha publicado los libros La extravía (2015), Souza (2021) y El mar arriba (2025) También ha participado en diversas antologías como Avisa cuando llegues (2019), No te pertenece. Cuentos contra la violencia de género (2020), y  50 golpes. Muestra poética a 50 años del golpe de estado (2023). 
Actualmente vive en Valdivia, trabaja en una biblioteca escolar e imparte regularmente talleres de lectura y escritura creativa.

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